Podrá decirse que Miguel Victorica (1884-1955) fue un artista de su tiempo. Esto no es gratis, claro, estamos hablando de la Argentina de principios del siglo XX que lo coloca en la estantería de los conservadores, si se quiere. Recordemos la valoración que hizo Marcel Duchamp después de su estadía en Buenos Aires entre mediados 1918 y fines de 1919, cuando calificó a la escena artística local como tradicionalista, aburrida y copista. De hecho, en Europa –pero también en México, por poner un caso americano– estallaban las vanguardias y los artistas argentinos seguían honrando a la academia. Victorica fue uno de ellos, es cierto, pero no cualquiera.
Miguel Carlos Victorica (1884-1955) se formó en la escuela de la Asociación Estímulo de Bellas Artes con Della Valle, Sívori y De la Cárcova. Como todos los de su generación, en 1911 viajó a París y permaneció en Europa por siete años. El viaje transatlántico era una especie de bautismo por el que pasaban todos los artistas nacionales que luego volvían al país con el oficio perfeccionado. Vale decir que justamente en ese entonces la técnica comenzaba a perder protagonismo ante la libertad del espíritu creador y una visión del arte que alcanzaba todos los rincones de la vida. Y ésa fue su concepción del mundo. Desde esta óptica abordó su trabajo. Y ésa es la cuestión, porque la suya fue una postura moderna aunque su definición haya sido clásica.
Víctor Fernández –director del Museo Benito Quinquela Martín y curador, junto a Sabrina Díaz Potenza, de la muestra antológica que estará expuesta hasta el 7 de diciembre– dice con sus palabras una frase del artista que bien podría servir de testamento: “No se pueden seguir los caminos recorridos pero la originalidad tampoco radica en la ruptura”.
El retrato a su madre es quizá su obra más conocida y la prueba de una maestría técnica a la hora de la figuración realista pero que va un poco más allá, más allá incluso del impresionismo evanescente porque lo que prima es el halo que envuelve a esa mujer presentada como una religiosa. Para Fernández, el artista recorre un camino paralelo al lirismo de Matisse y al simbolismo de Odilon Redon. Efectivamente en muchos de sus trabajos aparece una atmósfera suspendida que permite no sólo un juego simbólico de sus elementos –cristo y cáliz, cuerpo desnudo y uvas, infierno y humanidad– sino también un goce colorista y gestual que se asoma a la abstracción y al fauvismo.
Podría decirse entonces que Victorica, en silencio, transcendió su época. La muestra, que reúne pinturas, dibujos, documentos y objetos personales permite entrever la complejidad de su legado. Nos detenemos ante una pieza de la memorabilia que es parte de la exposición, una pieza que técnicamente no es una “obra” pero que bien podría serlo. Es la estatuilla de un San Miguel de yeso policromado, una de esas imágenes de culto casero a la que el artista le quitó la espada y le puso en su lugar un pincel de los que él mismo usaba. Todo un concepto. Toda una declaración de principios. Podría ser tranquilamente una pieza de León Ferrari pero claro, en aquellos tiempos este tipo de ocurrencias eran sólo eso, ocurrencias, que quedaban relegadas a la intimidad de la casa.
Nacido en cuna aristocrática de la fervorosa Buenos Aires del novecento, Victorica renunció a “los tés, los cócteles y las reuniones inútiles” del cajetilla y al volver de Francia se instaló en una casa alquilada frente al Riachuelo. Le decían el Príncipe pero más que príncipe era un monje. Los vecinos más viejos de la Boca que tuvieron la gracia de conocerlo recuerdan el caos exquisito de su casa. Los voluptuosos y pesados muebles heredados. Las botellas, los jarros, las flores y las frutas que le servían de modelo, y los cuadros, a medio empezar, terminados y por terminar, repartidos por todas partes. Los que consideraba más valiosos escondidos atrás del ropero. No por seguridad sino por privacidad. Sólo los enseñaba a quienes demostraban verdadero interés en su trabajo.
En las vitrinas del museo se ven, por ejemplo, páginas de la prensa dibujadas con carbonilla, estudios y apuntes de futuros cuadros, libretas con anotaciones con detalles de su día tras día que no fue sencillo económicamente hablando. “No pinto para vivir, vivo para pintar. Lo demás se arregla como se puede” era una de sus frases. “Se pinta como se vive”, otra.
Tenía poco, pero tenía lo que necesitaba. Sin dinero para modelos vivos, retrataba a los vecinos: “la chica de enfrente”, “el ciego Juan”, “el secretario”. Cuentan que incluso los invitaba a darle unas pinceladas al cuadro. “Hombre de pueblo” muestra el rostro de un anciano pintado sobre un bastidor de arpillera. La mayor parte de la superficie permanece cruda; el color y la trama de la tela son parte indisoluble de la imagen. Con pocos trazos, sueltos pero precisos, se configuran los rasgos brillosos del viejo que permanece en la penumbra con su habano. No hay habría mejor síntesis del sujeto representado. Tampoco habría mejor síntesis del príncipe de la Boca.
Miguel Carlos Victorica. Museo Benito Quinquela Martín, Av. Pedro de Mendoza 1843. Hasta el 7 de diciembre.
DZ/rg
Fuente Redacción Z
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