Entre mis siete y nueve años, Lucas me corría cada día a la salida del colegio hasta mi casa para subirme la pollera y verme la bombacha. Tres cuadras y media de terror a toda prisa, con el corazón en la boca y repleta de vergüenza, durante dos años. Él vivía para el otro lado, pero se desviaba para hacer, metódica y persistentemente, lo que le parecía bien, lo que quería.
Me lo acuerdo, 30 años después, como si fuera ayer. Petiso, de pelo castaño, con raya al costado, los ojos almendrados y la mirada divertida, salvaje. Los cachetes rosados, saludables. El delantal pulcro. La certeza de que lo que me hacía era normal, correcto. “Es un juego”, dijo la maestra cuando le pedí ayuda y me recomendó que no me enoje, me explicó que si le mostraba mi angustia él no iba a parar nunca.
Y me lo aguanté en silencio, tragándome un sentimiento que poco a poco se fue definiendo en mi estomago como bronca y asco. Nadie me defendió, ni un adulto creyó que algo estaba mal. Lucas paró de acosarme porque se cambió de colegio. Habrá ido a un nuevo lugar, a torturar a otras nenas. ¿Dónde estás hoy, Lucas? ¿Cómo tratás a las mujeres, ya de adulto? ¿Alguna vez pudiste saber que eso que hacías era violencia, una violación?
Cuando tenía 10 años, un hombre me tocó por primera vez. Ahí debajo de la bombacha, metió la mano mientras me levantó el solerito blanco. Era empleado en el negocio de mi abuelo. Hasta ese día yo no recordaba un momento sin conocer a Raúl, que siempre había sido como un tío divertido. Ahora me acuerdo de sus bigotes negros, de su risa asmática y de su aliento por detrás, contra mi nuca, entre mis trenzas, en un sótano oscuro. “Sos como una indiecita rubia, no podés andar tan linda por ahí sin que se tiente nadie”, me dijo.
Y corrí hasta casi desencajarme las piernas, subí la escalera tropezándome, me raspé los codos con la pared. Y le creí, le creí que era mi culpa, claro, cómo me atrevía a ser linda, libre, inocente. Así que no le conté a nadie. Me dio vergüenza. Y dejé de ser linda, porque me parecía peligroso. Y ya no fui libre ni inocente, porque el mundo me resultaba amenazante.
Anoche completé la encuesta del Primer Índice Nacional de Violencia de Género. Yo creía que, ya que soy feminista, universitaria, de perfil libertario, no había sufrido experiencias terribles. Pregunta a pregunta se me fue despertando la memoria. No fue sólo de chica. Todavía hoy a veces me relaciono mal, me encuentro con machismos que asumo como naturales. No podría enumerar en esta pequeña columna todas las veces que fui intimidada, sufrí controles de parejas o fui víctima de injusticias variopintas sólo por ser mujer. Novios, desconocidos, amigos, compañeros de estudios, jefes y jefas, hombres y mujeres en instituciones de salud.
Cuántas veces me tocaron el culo por la calle, o en el transporte público. La cantidad de groserías que escuché disfrazadas de “piropos”. El número de órganos sexuales masculinos que me mostraron de prepo. La lista es infinita. Así somos, de ese modo nos fue formateando el patriarcado. Y aunque estamos lastimadas muchas llegamos a creer que lo que nos pasó «no es tan grave». Pero aunque las anécdotas sean diferentes para cada una, todas somos un poco la misma. Y nos abusan, nos violan, nos matan.
El 3 de junio marcho y marchamos contra el patriarcado, contra la violencia institucional y a favor del aborto legal, libre y gratuito. Porque en serio, de verdad, es increíble que tengamos que seguir diciendo esta obviedad: Vivas nos queremos.
DZ/dp
Fuente Redacción Z
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