En 1974, cuando tenía cinco años, yo fui el niño Jesús, y lo fui bajo órdenes estrictas de mi hermana Andrea. Por el lado de mi madre somos 20 primos, de los cuales yo soy el décimo tercero. De esos 20 primos, sólo siete somos varones, lo que seguramente influyó sobre nuestra constitución de la personalidad adulta pero, sin lugar a dudas, operó sobre nuestra niñez. Ese año, como casi todos los años, pasamos la Navidad en la casa de mi abuela materna, y Andrea y mis primas más grandes organizaron, como casi todos los años, un pesebre viviente.
«¡Vos vas a ser un pastorcito que viene de allá!», «¡Vos vas a ser Melchor!» Ante nuestra mirada atónita, repartían los roles y los disfraces, hechos con sábanas, toallas y ropa de nuestros padres. Mientras una de mis primas, Carolina, se ponía una sábana blanca para pasar por angelito, noté con algo de agitación que mi primo Agustín no estaba ahí. Agustín debía ser naturalmente el Niño, porque era más chico, era casi un bebé. Mientras reflexionaba sobre esto, vi a Andrea acercarse con una funda de almohada blanca.
En calzoncillos y disfrazado con un «pañal» hecho de funda de almohada, acostado en el medio de Andrea, la Virgen María, y otro de mis primos que con unos bigotes pintados con corcho quemado hizo de José, protagonicé literalmente una escena de Navidad que retengo en mi memoria hasta el día de hoy.
DZ/km
Fuente Especial para Diario Z
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