Abril partió de nuestras vidas con lo que, hasta ahora, fueron los estrepitosos ramalazos de un verano tardío y la llegada del frío que se tragó el otoño e instaló el invierno. Pasó una nueva edición del Bafici, el festival de cine independiente que se celebra desde hace años y que, desde hace tres, consiguió ser un fijo en la vida de los porteños gracias a un decreto del gobierno de Macri. Luego siguió la Feria del Libro en su 38ª. edición, en tanto que en el Malba se presentó la nueva edición de arteBA que tendrá en mayo.
Las industrias culturales están en su apogeo en esta bisagra otoñal y cada una de ellas convoca a un público, tribus diversas se dividen por los pasillos del shopping Abasto y por los pabellones coloridos de La Rural. Pero lo que en verdad sucede es que cada una de estas industrias apunta a un mercado.
Siempre que la cultura se cruza con el dinero surgen preguntas incómodas. ¿Estos eventos realmente trabajan para democratizar la producción y consumo de la cultura o marcan una tendencia que indica con mayor o menor sutileza al público qué es bueno, malo, trendy, independiente, mainstream? O sea: ¿ocupan espacios en la realidad y en el imaginario para abogar por una cultura inclusiva y local o para homogenizar la producción y su consumo de modo global?
La incomodidad, las sospecha que desgranan algunas evidencias estira las preguntas: ¿hasta dónde en ese afán masivo de llenar salas de cines en un shopping, de adecuar los salones del ganado para vender libros y mostrar arte visual, no tratan de convertir al público -el potencial consumidor- en una manada tiranizada por un gusto que no le pertenece, el que le dicta el valor agregado de los que se arrogan el derecho de saber y marcar tendencia, de legitimar el arte a través de intereses que van más allá de él y que siempre se anclan con el dinero?
No es casual que esté el Bafici pero que también haya un Bazofi al mismo tiempo -un festival que aspira a ser realmente independiente y dar cantidad y calidad- ni que durante la Feria del Libro se celebre en la calle la FLIA (Feria del Libro Independiente y Alternativo) y que durante arteBA ya se haya construido un ejército de detractores en todos los puntos del circuito: galeristas, artistas y consumidores-coleccionistas. El estado de sospecha ante el dictamen es saludable, no paranoico. Compro, pero dudo. Me amotino contra la vulgaridad del mandato de lo que debo leer, mirar en una pantalla o en una pared, por ponerlo fácil y claro.
Las nuevas tendencias de producción y la existencia de una verdadera democratización en el consumo de los productos de las industrias culturales también vienen de la mano, en parte, de las innovaciones digitales, que resignifican el concepto de copyright, a los que estos eventos colocan en espacios geográficamente marginales.
Hay otro público, otro circuito de acceso que no necesita ni salas a oscuras llenas de gente sonándose los mocos ni pabellones donde el público tropieza en busca de un libro oferta o del stand de la burbuja auspiciante. Ciudadanos que no quieren ser manada y que no se tragan el menú fijo, quieren comer rico y a la carta. Son los que entienden que la cultura no es lo dado en estos espacios de puro mercado que no están hechos para democratizar un valor, están hechos para facturar.
Sin embargo, a la vez que me permito celebrar su existencia también me atrevo a cuestionar sus intenciones. Sólo entonces y con las dudas en la cabeza y en las manos puedo decir: «todos felices».
DZ/LR
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