Odio la Navidad porque soy agnóstico. A los seis años me di cuenta de que la religión era mentira, pero los festejos me gustaban porque íbamos a Valentín Alsina y un primo mío que ya falleció vendía pirotecnia, entonces, yo lo ayudaba. Les vendía cohetes a los vecinos, se cortaba la calle y venían todos. Después, volvía a mi casa de Parque Patricios con una bolsa llena de juguetes. ¡Armaba rompeportones! Una vez, tenía una cañita voladora que se había roto, no tenía el palito, la encendí en el piso y se transformó en un buscapié. El ciego Juan vivía al lado de casa, y justo salía. ¡Se cruzó con la cañita que se le enredaba entre los pies, y no entendía nada! Yo no podía dejar de reírme.
Con Charly (García) también disfrutamos de muchas Navidades, festejábamos la noche de Satán Clauss. A las once, me escapaba de la cena familiar con toda la parafernalia de comida y bebida, e iba para Fitz Roy a encontrarme con él, que estaba solo en su casa. Nos quedábamos ahí haciendo canciones, así compusimos «Jingle Hells»: «Jingle Hells, dónde está el papel, le quiero escribir la carta a Papá Noel», decía la letra. Después salíamos a algún lugar, nos íbamos a tocar por ahí.
También tocamos muchas veces con Los Twist en la madrugada del 25, en el Viejo Correo. Antes de empezar, armábamos un pesebre viviente. No era para ofender ni para burlarse, era lo que hacíamos. Yo era José, otro la Virgen María, otro era pastor, poníamos de fondo un tema religioso y después arrancábamos.
Este 24 voy a hacer lo que tenga ganas. No puse arbolito, sí tengo unas lamparitas (de esas que te venden por 30 pesos en Once) enganchadas en el balcón. Y no cuento nada más porque en Navidad hay que guardar secretos, y aprender lo que es el empacho.
DZ/km
Fuente Redacción Z
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