La Buenos Aires colonial tenía la gran ventaja de que podía obtener el agua para consumo doméstico del generoso, aunque un poco turbio, Río de la Plata. También se sacaba de los pozos caseros, con baldes de cuero, o de los más costosos y elaborados aljibes. Las porteñas juntaban cuidadosamente el agua de lluvia para cocinar y para la higiene personal, especialmente apreciada para el lavado del cabello.
El aguatero entraba al río en un carro que portaba un gran barril y era tirado por bueyes y caballos. El hombre trataba de encontrar las corrientes más cristalinas, con menos sedimentos y barro. Luego, dejaba reposar el agua para que las impurezas se asentaran en el fondo del barril, antes de distribuirla casa por casa, muy temprano a la mañana, y a la tarde también. Realizaba el recorrido, voceando su mercancía con distintas coplas. Una decía: «¡Agua, agüita para las damas bonitas/Agua fresca traigo del río,/ tu cara sucia podrás cambiar;/ si compras agüita para lavar». El agua se venía por «canecas», medidas de madera que contenían unos veinte litros y que más tarde fueron sustituidas por latas. Como el movimiento del carro volvía a enturbiar el agua, en cada casa había que dejarla reposar nuevamente.
Los aljibes eran privativos de las casas más ricas por su elevado costo. La primera familia que tuvo uno fueron los Basabilvaso. El agua de aljibe era más clara pero no siempre más pura: a veces estaba mezclada con aguas servidas de las napas freáticas.
Fuente Redacción Z
0 Comentarios
Sé el primero en dejar un comentario!