El 21 de noviembre, un día después de celebrarse el 166º aniversario de la Batalla de la Vuelta de Obligado, se publicó en el Boletín Oficial el decreto 1880/2011 que ordena la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. Para entonces, la polémica entre liberales y revisionistas -ambas corrientes reniegan de sus etiquetas- ya avanzaba a paso redoblado. Para tratar de entender un poco más la discusión y cómo se ubica la ciudad en ella, Diario Z entrevistó a Mario «Pacho» O’Donnell, psiquiatra, escritor, director del Instituto y una de las cabezas visibles del revisionismo.
¿Qué es el revisionismo histórico?
Hemos conservado el nombre en homenaje a los grandes precursores del pensamiento revisionista como José María Rosa, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz y Fermín Chávez. Pero preferimos llamar a nuestra corriente nacional, popular y federalista. La palabra revisionismo ha hecho que muchos tomen ese término para acusarnos de querer revisar la historia para cambiarla. La idea es poder debatir la hegemonía del pensamiento único de la historiografía liberal, mostrar que existe otra manera de interpretar la historia. No queremos desalojar la oficial, sino discutir. Pero la historiografía liberal no acepta que pueda haber otra historia y por eso reacciona como reacciona. Es evidente que Luis Alberto Romero se niega a cambiar ideas conmigo y sólo se dedica a insultarme desde La Nación. Nosotros somos una «Armada Brancaleone», uno tipos que no cobran un mango por esto y que nos reunimos en los bares. Pero nos dicen: «Ojo, éstos quieren meterse en los planes de estudio para lavarles la cabeza a los chicos». Como si fuéramos algo terrible, nos sobredimensionan de una manera increíble. Jamás imaginé que podría haber tantas reacciones.
¿Por qué tienen la necesidad de cristalizar en un instituto ese trabajo de años?
En realidad, esto no empezó ahora. ¿Cuántos libros escribí yo, o Felipe Pigna, o Hernán Brienza? Si ahora toma fuerza es porque a la gente le interesa y, además, porque los gobiernos peronistas alientan esta mirada de la historia. La presidenta Cristina Fernández es una persona que sabe de historia nacional y popular. Es así que Rosas cuelga de la sala de los próceres en la Casa Rosada. Es ella la que ayudó a sacar del olvido a Juana Azurduy, heroína de la emancipación en el Virreinato del Río de la Plata. Cristina Fernández reivindicó de manera muy potente esa epopeya maravillosa que fue la batalla del Paraná, llamada genéricamente Vuelta de Obligado.
La Vuelta de Obligado es un hito clave en la interpretación histórica que hace el revisionismo y, según esta escuela, la historiografía liberal la ha silenciado. «Junto al cruce de Los Andes fue una de las dos mayores epopeyas de nuestra Patria», escribió O’Donnell en el diario Clarín hace un año. La batalla ocurrió el 20 de noviembre de 1845 cuando las tropas de la Con11federación Argentina, bajo el mando de Lucio N. Mansilla y siguiendo órdenes de Juan Manuel de Rosas, enfrentaron a una escuadra anglo-francesa conformada por 22 barcos de guerra y 92 buques mercantes que venía con la intención de terminar con un gobierno que ponía trabas al libre comercio. Mansilla, con muchos menos hombres, tendió una emboscada brillante en un codo del río Paraná, cerca de la actual ciudad de San Pedro, y gracias a ella, hizo capitular al enemigo.
«Pero fue mucho más que eso», agrega Pacho. «Fue la unión de un sector de la dirigencia oligárquica de acá con dos potencias extranjeras contra la plebe y los sectores populares que le hicieron frente. Sin esa victoria, no se puede saber cuál hubiera sido la suerte de nuestra nación. Recién ahora se está valorando en su justa medida. Con todos estos elementos, un grupo de historiadores que yo integro convocó hace unos meses a una reunión en Navarro, donde fusilaron a Dorrego. Esperábamos 300 estudiantes de historia y fueron 4.000, y ni hablar la cantidad de adhesiones. Ahí nos dimos cuenta de que era hora de institucionalizar este espacio.»
¿Qué efectos prácticos puede tener un instituto?
En realidad tiene menos influencia de lo que dicen nuestros adversarios. Se trata simplemente de ayudar a difundir, con una postura institucional, nuestra mirada de la historia. Opinamos que para comprender el presente hay que conocer la historia. Si no se entiende qué fue la Vuelta de Obligado es difícil captar la significación de la caída del ALCA en Mar del Plata. El país ha ganado y ha perdido diferentes batallas de Obligado. La del ALCA la ganamos ya que al igual que aquella batalla refleja la intención de las potencias de aplicar un proyecto de dominación que incluía a sectores interiores. Cuando se habla de historia, en realidad, se habla del presente. Jauretche decía que no se puede construir una nación sobre una historia falsa.
Con ese hilo que une pasado y presente, ¿ve puntos de contacto entre la Buenos Aires histórica del siglo XIX y esta Buenos Aires actual?
Muchísimos y en varios planos. En algunos aspectos parecería que la guerra civil no terminó. En Buenos Aires no hay calles de caudillos: ni de Juan Bautista Bustos, ni de Estanislao López, ni de Felipe Varela. Esto no es broma. Muchos de los nombres de las calles porteñas refieren a concejales de poca monta y a traidores a la patria de toda laya. Los vencedores de la guerra civil fueron muy crueles. Parece algo menor pero refleja una manera de comprender la historia. Pero también hay otros puntos de contacto. Más intangibles, quizás. Aquellos porteños y estos porteños no reconocen un vestigio criollo, quieren ser «civilizados». Está intacta esa idea de no perder el privilegio de ser porteños, de no ser «confundidos» con provincianos, de creer que se es parte de una oligarquía decente. De alguna manera Macri refleja ese imaginario. En las provincias es distinto. Hay más sensación de país, hay costumbres, con sus músicas y sus sabores. Buenos Aires es una ciudad prostituidamente europea. No nos parecemos en nada a París, algo de lo que se jactan los porteños. Somos la herencia de una supuesta superioridad europea sobre lo propio. La propia organización nacional que hoy rige se constituyó sobre abstracciones europeas: civilización, progreso, libertad de comercio. Ideas que justificaron genocidios, matanzas y persecuciones.
Pacho atiende su celular. Es la tercera vez que suena. Al parecer está organizando algún evento con «muchos invitados», según se escucha. Su lugar de trabajo confirma ciertas intuiciones previas respecto a lo que puede ser el ámbito de un escritor. Un lugar hacinado de libros y muebles, organizado en torno a un escritorio caótico donde dos hileras de apuntes y folletos forman sendas torres de Pisa a punto de caer. Al lado de la biblioteca hay un afiche de campaña política cuyo sepia delata noventismo. Pacho está con Daniel Scioli, ambos con sonrisas de candidato. La letra es muy chica y no se alcanza a divisar para qué cargo se postulan. Pacho corta. «Sigamos», ordena. «¿Cuánto falta?, apura.
Un poco. Usted fue dos veces secretario de Cultura, durante el gobierno de Raúl Alfonsín y también en 1994 con el menemismo, y fue senador nacional por el PJ presentando varios proyectos vinculados con la cultura. ¿Cómo ve a Buenos Aires en ese aspecto?
Creo que el problema que aún mantiene el desarrollo cultural de nuestra ciudad es que la gran mayoría de los centros difusores de cultura están en lugares para bacanes. Uno puede recorrer los centros culturales que están en Barrio Norte o en Palermo en solo un rato, en una corta caminata. Falta llevar la cultura a los barrios. Una verdadera cultura popular debe ser aquella que rescata las manifestaciones de las mayorías. Me interesa la cumbia, el folklore. Pero aún existe la idea de que se es culto cuando se puede deletrear bien el nombre de un director de orquesta ruso o cosas por el estilo. La cultura es la forma en que se expresa un pueblo. Buenos Aires está lejos de esa idea. El Teatro Colón se volvió el eje de la actual gestión cultural en la Ciudad. El 25 de mayo de 2010, mientras la gente estaba con alegría en la calle festejando el Bicentenario, los representantes de los porteños estaban en el Colón dándole la espalda al país entero, así estuvieran a dos cuadras. No son casualidades y eso se refleja en la historia que nos enseñan. Yo lo llamo inoculación ideológica.
Teniendo en cuenta esta relación traumática entre Buenos Aires y la Nación, ¿cómo ve el diálogo que parece entablarse actualmente entre ambos?
Hay avances que son positivos, pero falta mucho. Por ejemplo, acabo de asistir a un acto de reivindicación de Bustos, el caudillo de Córdoba. El gobernador (Juan) Schiaretti inauguró un centro cívico con su nombre reivindicando la historia popular y federal de esa provincia. Se ha reincorporado algo que faltaba. El atrio de la Catedral es en honor a Deán Funes que era un hispanista, por todos lados se homenajea al general Paz, un unitario liberal, y ahora va a estar Bustos, del federalismo popular. Ahí está integrado lo que faltaba y no se trata de que uno reemplace a otro sino haya convivencia representando diferentes miradas de la historia.
Está bien, pero y aquí.
La Capital Federal viene mucho más atrás con esta interpretación, es un proceso distinto y le cuesta salir de las distorsiones que ella misma genera. Así, la historia nacional, incluso la historia de las provincias, siempre se escribió desde Buenos Aires. Y los dueños de la historia quieren que eso siga ocurriendo. Los perdedores de las guerras civiles han sido excluidos de la historia oficial: las mujeres, los sectores populares y la plebe, lo que Sarmiento llamó «barbarie». Eso fue condenado. Se pintó a los caudillos como brutos, feos, malolientes, bárbaros. Sin embargo, Bustos sabía leer y escribir, tenía una gran formación. Esta historia no está escrita o está mal escrita. No está contada, no se reivindica a los caudillos, ni la protesta contra el unitarismo. Ésa es la distancia que hay entre Ciudad y Nación, que con el diálogo político se podrá ir revirtiendo, pero seamos claros, falta mucho y este país sigue siendo unitario.
DZ/km
Fuente Redacción Z
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