Cada año se dice que será el último, y ya van… Ahí sigue cada mañana, cada mes, cada voladura de techo por tormentas, cada cara de tristeza por problemas que no son de niño pero no hay escudo adulto, cada banco vacío por un pibe que “ya no está”, cada discusión sobre la violencia y sus consecuencias. El tiempo se mide en hechos, cosas cotidianas. Es por eso que sigue, porque a la vuelta de todo eso está el descubrimiento de poder leer una palabra, de encontrar significados en el mundo, de sentir el conocimiento como herramienta infalible contra la realidad que es dura, que en el sur de la ciudad, es más dura.
También están las salidas y paseos a los que nuestros pibes difícilmente puedan acceder si no es con la escuela. Las sonrisas ante cada nuevo pedido de autorización a los padres para irnos a conocer algún lugar. Las risas histéricas de aquella primera vez que vieron la costanera norte, el Río de la Plata a la derecha y a la izquierda la inmensidad de los aviones y su sonido ensordecedor. Cuando escucharon a una filarmónica (“¡en vivo, seño!”) en el teatro. Cuando vieron desaparecer papeles y botellas en manos de un mago deslumbrante.
Si le preguntan hoy, dice que dejó el trabajo en la empresa familiar porque “le traía tantos dolores de cabeza…”, pero quien la conoce sabrá que no son menos ni más livianos los dolores de la escuela.
Hay un antídoto que, aunque no funcione siempre, es el mejor: es la lucha cotidiana contra la desigualdad, contra el hambre y la pobreza. Contra el rechazo y la exclusión. Contra un sistema que nos prefiere muertos que luchando. Y sobre todas las cosas, es la esperanza eterna de ver la tortilla dada vuelta, de mirar al mundo con ojos de niño, pero de niño posta, donde los adultos se encargan de lo que excede a la infancia y el Estado se encarga de lo que excede a los adultos.
Para aprender se necesita mucho más que una docente, dice. Lo que no hay, se inventa. Las escuelas y las docentes del sur de la Ciudad manejan bien el arte de hacer malabares con recursos de miseria, pero no saben resignarse ni tampoco naturalizar la pobreza; porque si hay algo que saben, eso sí que lo saben, es que si bajan los brazos, no habrá quién levante esta bandera, la de la educación pública, gratuita y de calidad para todxs nuestrxs pibes.
*Docente de una escuela primaria pública de Barracas. Pidió reserva de su apellido y lugar de trabajo.
DZ/rg
Fuente Redacción Z
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