Cómo habrá sido el primer amanecer de saberse uno y otro?
“Ese lugar en la mesa que lo espera, ahora no estará vacío”, dijo el martes Estela Barnes de Carlotto con la cara serenísima pero iluminada por la felicidad mientras medio país, una servidora y su señora esposa llorábamos a moco tendido frente a la televisión. Mientras, el twitter y facebook y whatsapp ardían de emoción y de alegría. Mientras, la noticia de que Guido tenía al fin un rostro y llegaba al abrazo de las Abuelas se convertía en trending topic mundial, es decir uno de los temas más repetidos en internet.
“Él me buscó. Se cumplió aquello que decíamos las Abuelas: ellos nos van a buscar”, dijo Estela, con la sencilla, humana convicción con la que una abuela, sin muchas preguntas, anuda una bufanda en el cuello del nieto un día de frío o le alcanza una porción más de torta.
¿Y cómo habrá sido el primer día de él? De ese muchacho de mirada limpia y un poco tímida, que en las fotos casi siempre está sentado detrás de un piano? ¿Cómo habrá sido sentirse de repente tan amado?
¿Cómo será saber que se ha llegado a un punto del destino que lo convierte en alegría y consuelo para tantos? Para las abuelas y tíos y primos que lo buscaron con ahínco. Pero también para todos los que los sentimos –a los que faltan, como él hasta ayer– como un hueco, como una grieta, como una deuda con los compañeros de nuestra generación –sus padres–, como una amenaza que pende sobre nuestros hijos.
Guido –o Ignacio, él sabrá como llamarse en el futuro– nació en La Cacha, un centro de detención y maternidad clandestina que estaba al lado del Penal de Olmos, en La Plata. Los genocidas han mostrado un sentido del humor acorde con sus prácticas: la Cacha por la bruja Cachavacha, la que se llevaba a los niños. La que secuestraría a los bebés que nacieran de las mujeres allí cautivas.
Guido nació de Laura, que vio cómo mataban frente de ella a su amor, Walmir “Puño” Montoya, un muchacho de Caleta Olivia. Estudiante de Historia de la Universidad de La Plata, como ella. Como ella militante en Montoneros. Le permitieron abrazar a su bebé unas horas y después se lo sacaron para siempre. Antes, ella le susurró muchas veces al oído: “Guido, como tu abuelo”.
Esa chiquilina de 23 años, hermosa y altiva, había amenazado a sus captores con que su mamá, Estela, los iba a perseguir por siempre. Y décadas después de que le entregaran su cadáver envuelto con papeles de diarios, Estela seguía diciéndole en un soliloquio interminable: “Tranquila hija, que sigo”.
Cómo será para el muchacho de Olavarría leer por primera vez la carta que le escribió Estela cuando cumplió 18 años. Cómo será haber elegido la música y el jazz como pasión de vida y leer el vaticinio de la abuela, de 1996: “Y buscarás en el rostro de tu madre el parecido y descubrirás que te gusta la ópera, la música clásica o el jazz (¡que antigüedad!) como a tus abuelos. Escucharás Sui Generis o a Almendra, o Pappo, sintiéndolos en lo profundo de tu ser porque así lo sentía Laura. Despertarás, querido nieto, algún día de esa pesadilla, y nacerás para tu liberación. Te estoy buscando.”
Cómo será escuchar a la otra viejita, Hortensia Ardura, docente como él, que enseña música, llorar en el teléfono “tengo un nieto, tengo un nieto que es igual a su papá, que es igual que mi hijo”. Y saber que la Sala de Música de ese pueblito del fin del mundo, de Cañadón Seco, lleva el nombre de su padre, el artista.
“Ya no hay heridas que marquen los brazos de un hombre entero/ ni hay canciones que apañen lo que no guarda en el pecho” escribió en una canción “Para la memoria” Ignacio antes de saberse Guido.
Así sea. Y se repita las cuatrocientas veces, los cuatrocientos nietos que aún nos faltan.
DZ/rg
Fuente Redacción Z
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