Como si los uniera un invisible hilo conductor, todos los testimonios -sean de políticos, actrices, rockers, jóvenes, viejos, mujeres u hombres-, llevan a un mismo elemento: la familia. Con el formato de la infancia, de los padres, de la comida preparada morosa y amorosamente, entre todos, en la casa de la abuela. Con el formato del presente, los hijos, los nietos, los ausentes.
En la memoria de la mayoría todavía perdura el resplandor de esos fuegos artificiales elevándose al cielo. Iluminan la vida. No importa si fueron encendidos en la distinguida casona porteña de la familia Birabent o comprados colectivamente por los vecinos de Martín Vasallo en una barriada humilde de Río Cuarto.
Todavía entibian el cuerpo las baldosas rojas calientes de verano en las que se tiraba Gabriela Cabezón Cámara para descubrir el momento exacto en que Papá Noel depositaba su regalo. Y la felicidad al día siguiente, cuando el papá de verdad le enseñó a usar ese artefacto tan deseado, la bicicleta. La espera ansiosa de la llegada del furtivo Niño Dios y sus regalos tiene como contracara la angustia de la Tigresa Acuña porque en la Navidad de 2001 no le daba el bolsillo para comprar los regalos de sus hijos. Una angustia aliviada por la generosidad espontánea de un vecino.
La primera Navidad del adolescente que, entre feliz y desgarrado, descubre que ya no alcanza con el alboroto de mamá, papá, los abuelos, los tíos y los primos y que necesita romper el cascarón e ir en busca de novias y amigos. De su vida. Y el círculo que se cierra, el día en que el Papá Noel con el bolso de juguetes ya no es otro sino uno mismo, ante la mirada «desencajada de asombro» del propio hijo.
La fecha no es indiferente ni siquiera para los que, como Pipo Cipolatti, dicen que con la Navidad nada que ver. Y el rescate vívido es el de los amigos, de esa familia que cada uno se forma como puede y la vida le permite: Pipo, Charly y sus canciones heréticas. O el bello Fernando Noy, bailando sus giros de Nochebuena en la casa de Caetano, en Bahía.
Navidad es el hermoso testimonio de Luisa Kuliok, judía, que no le da un sentido religioso, claro, pero la celebra «y siempre hay una cosa de juego, algo lúdico que nos reúne con los hijos, con la familia y los amigos».
Los personajes que generosamente le contaron a Diario Z su Navidad más significativa coincidieron, sin saber siquiera que existía, con los resultados de una encuesta encargada a la Consultora Qualitative. En ella, la mayoría de los novecientos entrevistados dijeron lo mismo que ellos: que la Navidad más que un evento religioso es una fiesta, una celebración de la familia. Y que por eso mismo la mitad elige brindar en casa con los más allegados, Y otro 30 por ciento más, amplía el convite a familia y amigos. Sólo tres de cada 100 acepta esperar las 12 en un restaurante ajeno en vez de en casa, en el espacio donde transcurre la vida cotidiana.
Pero no todo es alegría en la fiesta de la alegría. Un diez por ciento esperará las 12 sola o solo. Son en general personas mayores de 60 años y suelen relacionar las fiestas con la tristeza y la melancolía. Curiosamente, es lo mismo que siente un sector de las mujeres de entre 26 y 34 años. Son las solas de una difícil soledad, tan cuestionada interna como socialmente.
Familieros, nostálgicos, querendones, amigos del buen comer y de la charla de sobremesa. Pero sobre todo de los afectos. Para los hombres y mujeres que cubren las estrellas del cielo porteño, caigan sobre la cara que caigan los dados, siempre se trata del amor.
DZ/km
Fuente Redacción Z
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