Odio cuando todo el mundo se pone a hablar sobre su primera vez. Todos tienen historias divertidas o profundamente traumáticas (que de todas formas resultan divertidas) para contar. Todos tuvieron la oportunidad de atesorar ese momento por siempre mientras que yo no me acuerdo. O no me quiero acordar, no sé bien. A veces tengo miedo de ir al psicólogo y que me haga desbloquear algún recuerdo oprimido donde estoy en el camarín de Michael Jackson aquella vez que vino a la Argentina.
La virginidad en la adolescencia es una molestia, está a la vista de todos. Es como si tuvieras una verruga gigante en el medio de la frente. La primera vez que la noten intentarán no parecer sorprendidos. Luego, se acostumbrarán y dejarán de mirarla como algo llamativo, pero cada vez que no puedan evitar distraerse con ella comenzarán a comentar con tus otros amigos por qué no vas a algún lugar para que te la saquen.
Nunca entendí qué papeles hay que presentar para legitimar que uno ya no es virgen. Quizá sea por eso que nunca supe bien en qué momento dejé de serlo. Mi llegada al sexo parecía una carrera de postas. Una competencia con diferentes desafíos que al terminarlos me dejaban pensando “no entiendo, no hicimos eso pero si hicimos eso ¿sigo siendo virgen?”.
En la columna de esta semana voy a tener que resguardar la identidad y la edad de la persona que envío su inquietud al CPPDE (Consultorio Público Para Discapacitados Emocionales). Él me pidió que lo haga, así que yo se lo respeto. Así como respeto (y admiro) su decisión de hacer que su primera vez valga la pena. De haberlo hecho, yo también tendría una historia divertida o profundamente traumática (que de todas formas resulta divertida) para contar.
Pepito (merezco ser jefe en la comisión de protección de testigos) me pregunta si está mal, si es un boludo. Dice que se siente así todos los días. Que muchas veces se siente muy incomodo. “Es como si tuviera un retraso madurativo o algo así, mis amigos no pueden evitar tratarme de forma especial. No tengo problemas con las gastadas, tengo problema con la lástima”.
En la secundaria, cuando alguien dejaba de ser virgen, al día siguiente se le hacía una “malteada”. Por como son los chicos de hoy, supongo que ahora lo festejan descargando balas en el patio del colegio. Pero lo que quiero decir es que todos esperábamos tener esa celebración. Ese rito simbólico en el que nos convertíamos en “hombres”. Las mujeres tenían sus fiestas de 15, nosotros teníamos azotes en la espalda después de ponerla.
Yo no lo tuve. Ojalá hubiera sido porque me parecía correcto disfrutar esa primera vez con alguien que valiera la pena (¡ni siquiera me acuerdo el nombre!), no lo tuve porque nunca supe bien cuando pasó. Me inventé un recuerdo (ni divertido ni traumático) para no sentirme tan mal. Para poder aportar algo a esas charlas donde Pepito se va a seguir sintiendo incomodo, pero no por mucho tiempo: cuando esté listo, va a traer la mejor historia. La que valga la pena escuchar.