Francisco de Narváez, que en el país de 2009 se impuso en provincia de Buenos Aires sobre una fórmula encabezada por Néstor Kirchner, acaba de anunciar que votará a Daniel Scioli. Es un raro modo de volver a la existencia y seguramente el titular discreto que generó el Colorado no aportará nada nuevo a un escenario en el cual, según dice un consultor político, “cada encuesta parece la fotocopia de la anterior”.
Todos los estudios de opinión están anunciando un triunfo en primera vuelta del Frente para la Victoria pero con una diferencia que es demasiado similar a la del margen de error. Por enésima vez hay más ruido en las superestructuras mediáticas y políticas que en la sociedad misma, que parece como distante ante unos comicios que pintaban históricos… pero no.
¿Es por cansancio? ¿Es porque los candidatos se parecen? No hay ni catástrofes, ni épica, ni crispación visibles. Es más: a diferencia de lo que sucedió con anteriores sucesiones presidenciales dentro del peronismo y del radicalismo también, en esta elección Cristina Fernández de Kirchner hizo campaña hasta último momento… por el candidato que finalmente quedó, el que más que seguramente ni ella ni el kirchnerismo puro quisieron.
Según un trabajo de Ricardo Rouvier, Scioli recibe “27% de voto K duro y un 13% de voto propio, por fuera del K”. Aun cuando gane –superando apenas el 40 por ciento de votos en Buenos Aires, la provincia que gobierna–, no parece gran cosa su arrastre propio, salvo que se atribuya ese arrastre moderado al desgaste de los 12 años de ciclo kirchnerista.
Al kirchnerismo mismo se lo ve apagado cuando en las redes sociales se recorren los posteos políticos de simpatizantes K que hasta hace poco aparecían insuflados de entusiasmo.
Scioli sí aparece fortalecido en cuanto a la autonomía que mostró en campaña y ahí no se corroboró la última esperanza del kirchnerismo puro: ni “Cristina conduce” ni “El candidato es el proyecto”. Hay por lo menos dos Scioli: el que se distancia de los discursos económicos neoliberales –a veces a través de las palabras de uno de sus asesores, el sensato Miguel Bein– y otro que anuncia un gabinete con una fuerte y dura componente conservadora. El trío Alejandro Granados (Defensa), Ricardo Casal (Justicia) y Sergio Berni (Seguridad) parece pensado para agarrarse a las piñas en un partido de la Copa Libertadores de los años 60 o 70. Igualmente conservadora parecía la alternativa de Juan Manuel Urtubey para Cancillería pero el gobernador salteño dijo que no.
Daniel Filmus aparecería como la flor progresista en un jardín un tanto ajeno. El resto suena a un peronismo promedio, un tipo de gobierno que –a contramano de lo que sí sincera sobre todo Mauricio Macri y en alguna medida Sergio Massa– sostendría las políticas inclusivas, evitaría los megaajustes o megadevaluaciones, evitaría también perjudicar a los trabajadores y a los sectores más vulnerables.
Es parte de lo que Scioli llama previsibilidad –se trata además de cuidar a sus propios votantes– pero en cambio es preocupante lo que pueda venir con el trío Granados-Casal-Berni, el último de ellos sostenido por la propia Presidenta, incluso a costa de la salida de Nilda Garré.
El desconcierto
Los últimos gestos electorales de Mauricio Macri exhiben no sólo el techo al que pudo llegar –no desdeñable para una fuerza política de derecha en la Argentina– sino puro desconcierto: promesas electorales de último momento dirigidas a los que menos tienen (todo lo que no hizo como jefe de Gobierno), la payasada de la foto ante una estatua de Perón junto a Hugo Moyano y el Momo Venegas, mostrarse como “no antikirchnerista”.
Hace algunas semanas este columnista sugirió que si Macri pierde estas elecciones su futuro político pinta sombrío, al igual que el del PRO, ya sea por simple ausencia de sentido o porque el hombre no parece tener uñas de guitarrero y hasta sinceró que si pierde se iría a vivir fuera del país con su señora esposa y la tierna Antonia.
Eso que parece malo para el futuro del PRO puede ser bueno para Scioli y malo para el kirchnerismo: las componentes peronistas del PRO –y lo mismo las de Massa– podrían emigrar al sciolismo en no mucho tiempo.
Lo que a su vez implica volver a pensar qué será del kirchnerismo puro, de la jefatura política de Cristina en su ambigua relación con Scioli y qué será de la fuerza organizada o militante kirchnerista, que sí contará con Carlos Zannini en la vicepresidencia y una cierta fuerza legislativa y en ciertos espacios estatales.
¿Y si Macri ganara?
Ya sea que el PRO gane –improbable pero posible– en primera o en segunda vuelta el futuro se pondría nublado con fuerte probabilidad de tormentas. No sólo porque su proyecto político-económico implicaría eso que el kirchnerismo denomina “retorno a los 90” –ajuste, endeudamiento, pérdida salarial, exclusión, represión de la protesta social– sino por todo lo que tiene el PRO de improvisación e inconsistencia. Y por otros dos elementos centrales: Macri no sólo que no tiene la fortaleza de temperamento que necesita tener un presidente en un país protestón sino que a la primera de cambio debería afrontar resistencias políticas y sociales virtualmente inmediatas y extendidas. El verdadero problema de gobernabilidad de la Argentina sería Macri presidente, o acaso una gobernabilidad a palos y hasta un pronóstico de una presidencia inacabada con retorno del peronismo al poder.
Ese ejercicio de la imaginación permite revisar la larga lista de sandeces que se han repetido durante todos estos años: la de la grieta, la de la sociedad inflamada, la de la dictadura K. Suponiendo, sólo suponiendo, que el papá de Antonia fuera presidente, la verdadera Argentina imposible y violentada sería la gobernada por la fuerza amarilla. La planura más bien gris con que atravesamos esta campaña también demuestra qué despilfarro de fuegos de artificio practicamos desde hace añares.
La lupa, a su vez, debería ponerse en la sociedad antes que en la política, pero eso sería tema de una nota muy distinta.
DZ/sc
Fuente Redacción Z
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