Tomar decisiones y atenerse a las consecuencias probablemente sea la parte más espantosa de ser adulto. Con el tiempo vamos perdiendo la capacidad de procrastinar constantemente y debemos adaptarnos a un mundo que nos exige hacernos cargo del camino que elegimos seguir. Durante buena parte de nuestra juventud nos dedicamos a posponer todo lo que no nos gusta para enfrentarnos cada tanto a una gran bola de responsabilidades que no quisimos asumir en un principio hasta que un día la pelota nos pasa por encima.
Cuando éramos chicos y decidían por nosotros todo era más simple, no aceptábamos la responsabilidad, sólo sufríamos las consecuencias. Mandarnos a un colegio público o a uno privado, bautizarnos de chiquitos o esperar a que seamos grandes para poder elegir, darnos de comer carne los primeros años o que seamos vegetarianos desde la cuna, etc. Muchas de las decisiones que nos marcan para toda la vida fueron tomadas por otras personas y quizás sea por eso que nos da tanto miedo comenzar a tomar las propias.
La primera vez que tomé una decisión salió todo como el orto. Fue en segundo año, me acuerdo que la psicopedagoga con menos tacto del mundo me apuró en los pasillos del colegio para que le cuente qué especialidad iba a seguir. Aparentemente a los 14 años estábamos capacitados para decidir sobre nuestro futuro y qué carrera seguir, o al menos algo así habían explicado el día que falté. Cuando le pregunté a mi mejor amigo donde se había anotado me contestó “en Construcciones, parece la más fácil”. Yo estoy acá escribiendo para ustedes y él se dedica a hacer traducciones de películas y documentales. Claramente no era la más fácil.
Todos tenemos una decisión mal tomada en el placard. Si no aprendemos a ubicarla en un contexto, ésta puede generarnos una fobia absoluta a los compromisos, a las responsabilidades. No es lo mismo decidir cortarse el pelo de manera drástica y arriesgarnos a que nos quede mal que comenzar una carrera y abandonarla habiendo perdido valiosos años de nuestra vida. No es lo mismo salir con alguien que todos nos recomiendan que no lo hagamos y que descubramos a los cinco meses que es una mierda de persona que aceptar pasar el resto de nuestra vida con alguien por quien estamos seguros nunca vamos a sentir nada. El que se quema con una mala decisión ve la posibilidad de comprometerse y llora.
Crecer implica comprometerse, tomar decisiones que a veces son muy difíciles y que nos gustaría que otro las tomase por nosotros. Crecer implica dejar de patear la pelota para adelante. Crecer implica asumir que no siempre lo mejor para nosotros y lo correcto van de la mano. Crecer implica, básicamente, hacerse cargo. Siempre. Cuando conviene y cuando no.
Una vez que tengamos todo eso en claro vamos a poder tener la fuerza para comenzar a tomar decisiones con tanta seguridad que dejaremos de tenerle miedo a esos momentos. Porque sí: crecer duele. Pero una vez que le agarrás la mano está buenísimo.
Crecer duele
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