Hay varias zonas rojas en Buenos Aires, pero la que tuvo mayor relieve es la de Palermo, ¿a qué lo atribuís?
Mi hipótesis es que ahí jugó el poder adquisitivo de los vecinos, diferente del de los vecinos de otras zonas rojas, como Once o Constitución. Por eso tienen más chances de incidir desde lo político, porque tienen también otro capital, cultural y social. Cuando se habla de la zona roja a secas se piensa en la calle Godoy Cruz, y no es la única de Buenos Aires. La normativa que prohíbe oferta sexual a menos de 200 metros de casas, escuelas y centros religiosos sólo se cumple en Palermo, y por la presión de los vecinos.
En el fondo, lo que se debatía era la oferta de sexo.
Que siempre fue un gran negocio. ¿A quién no podía convenirle? Hay policías y redes de trata. Sólo el vecino, que no quería ver eso, era el “perjudicado”. A eso hay que sumar otra característica: la oferta sexual era de travestis, no de mujeres. De haber sido mujeres prostituidas no sé si se hubiera dado la discusión que se generó. Era otro país, sin identidad de género ni matrimonio homosexual.
En el medio se dio la autonomía porteña, ¿cómo jugó eso?
Fue clave el cese de los edictos policiales. Antes, la policía podía arrestar gente vestida con ropa del sexo opuesto, con una multa fijada a partir de un porcentaje del sueldo de policía. La primera en derogar los edictos fue la nueva ciudad autónoma. La cuestión de la oferta de sexo es asimilable a otros temas, como los cartoneros o los manteros. En el fondo se debate el uso legítimo e ilegítimo del espacio público.
¿Cómo sigue la cuestión con el código de convivencia?
Fue un gran avance. Pensemos que recién en 2012, ayer nomás, Formosa y Neuquén dejan de punir al que viste ropas del sexo opuesto. Ahí tuvo mucho que ver la lucha del colectivo LGBT, ya estaba el debate de la ley de identidad de género. Cuando se sacan los edictos, se decidió encarar una transición, que fue de dos años, hasta que surgió el nuevo marco legal: el código de convivencia. Fue un momento especial, porque no había edictos, y tampoco había código. Eso obligó a los actores a sentarse a negociar. Muchos vecinos entendieron que penar no era la solución, porque promovía que la policía cobrara coimas. De ahí que un grupo de vecinos fue el que propuso la zona roja.
¿Cómo se dio el vínculo de las travestis con los vecinos, si es que lo hubo?
Hubo lazos de empatía y solidaridad y empatía de algunos vecinos. Una señora me contó que en la dictadura, en 1978, había travestis en la zona, que tuvo buena relación con una de ellas, y que sobre el final de la dictadura perdió contacto por una razzia en que se llevaron a todas y no se las volvió a ver.
¿Y qué pasa hoy?
En el barrio ya no hay contacto, salvo que haya algún interés, dado que no paran más en las puertas de las casas. Hubo mudanzas, se fueron al Rosedal y luego las movieron de ahí; se adujo que es un espacio para la familia. Se armó un debate se prohibió la oferta de sexo, pese a que se respetaba la distancia de 200 metros. Entonces se fueron a la zona del Lawn Tennis. El gobierno porteño se comprometió a poner baños químicos, lomos de burro para evitar accidentes y eso no se cumplió.
¿Cómo ves el presente?
La ciudad no terminó de integrar ni de contener. La ley de identidad de género es muy buena, pero no mejoró la calidad de vida de las travestis. No sé si habrá retrocesos, pero seguro no habrá avances, por cómo ha votado en la materia el macrismo.
¿Qué faltaría?
Implementar la ley de educación sexual integral, que sería una buena herramienta para la diversidad sexual. Sobre todo pensando en los más jóvenes. No es cierto que los jóvenes vengan con la cabeza más abierta, eso depende de los contenidos de las instituciones, y ahí tampoco el PRO ha acompañado. Las cabezas cambian, es tema es en cuál dirección.
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