Discretas, apenas una foto sepia de un grupo de trabajadores y una placa nos informan que, enclavado en el corazón del barrio de Boedo, está el Museo del Banco Ciudad. Detrás de la bella fachada art déco, construida en 1932, el museo convive con una sucursal en pleno funcionamiento.
La historia comienza en 1878, cuando fue fundado como Monte de Piedad o Banco Municipal de Préstamos. Los «montes de piedad» o «montepíos» proliferaron en Europa a partir del siglo XIV con una función cuasi social: dar préstamos a cambio de tomar algún bien como garantía a muy bajo interés. Pero con el correr del tiempo esa función de los «montepíos» privados se fue desnaturalizando, en beneficio de la usura y en desmedro de la piedad.
En nuestro país, los montepíos privados conocieron su apogeo a mediados del siglo XIX, con las primeras oleadas de trabajadores inmigrantes. Los prestamistas y usureros abarajaban directamente en el puerto a las pobrísimas familias que llegaban con la esperanza de «hacerse la América». Y muchos empeñaban el vestido de novia, algún anillo, el samovar y hasta las maletas antes de entrar siquiera a la ciudad. Las altas tasas de interés hacían que difícilmente lograran recuperarlos.
Tras algunas tentativas fracasadas por regular la actividad de los prestamistas, en 1877 el Senado aprobó un proyecto para fundar un Monte de Piedad estatal y clausuró los montepíos privados, amenazando con grandes multas a los contraventores.
Entre los defensores de la nueva institución figuró el entonces diputado José Hernández. El autor del Martín Fierro intervino apasionadamente en la sesión del 26 de mayo de 1880, en la que se discutía el presupuesto del flamante montepío estatal. En una discusión acalorada, en que algunos discutían ese uso de los dineros públicos, Hernández sostuvo que, aunque el monte de piedad estaba «entre la frontera del crédito y la de la beneficencia», era necesario sostenerlo «aun cuando haya que gastar algo de rentas generales», porque «hay familias que en el día de la necesidad no encuentran pan sino en el monte de piedad».
Estos debates reflejaban la preocupación gubernamental por la rápida duplicación de la población urbana y por su miseria, que amenazaba con precipitar una crisis social. El Monte de Piedad estatal abrió sus puertas en 1878 y, dos semanas más tarde, el Consejo de Administración proclamó su objetivo de «servir a la clase proletaria, que es precisamente la que más necesita aprovechar de los beneficios de esta institución» (Libro I, página 12. 1878).
El arte popular refleja de muchas formas el papel de las casas de empeño. Frecuentemente, como recurso de los caídos en desgracia, pero también como retrato del bohemio, como aquel burrero que los lunes empeñaba sus prismáticos luego de haber pifiado alguna fija en el hipódromo durante el fin de semana, para pasar a rescatarlos al viernes siguiente.
En la década de 1930, un indicador de la crisis económica fue el empeño en masa de máquinas de coser, que en aquel entonces eran el recurso último de las familias trabajadoras para «parar la olla». Llegaron a acumularse más de 10 mil de las célebres Singer, al punto que motivaron la creación del crédito prendario por razones humanitarias y también por falta de espacio en los depósitos.
Otros fenómenos motivaron medidas extraordinarias. Por caso, a mediados de la década de 1920, u n a circular del banco declaró que ya no aceptaría el empeño de «restos humanos». Es que los estudiantes de Medicina se hacían de unos pesos con las osamentas que les servían en sus clases de anatomía.
De tangos y manifiestos
Antes de ser un banco, el solar del 868 de la avenida Boedo estuvo ocupado por el café Biarritz, uno de los pocos que se animaba a sacar mesas y sillas a la vereda en esa barriada que, a fines del siglo XIX, era uno de los límites de la ciudad. Abundaban tambos, molinos panaderos, hornos de ladrillos, pulperías y almacenes. Alrededor de 1928, el Biarritz cedió su terraza a un grupo de jóvenes artistas e intelectuales encabezados por José González Castillo -periodista, dramaturgo, guionista, letrista de tango y padre del inolvidable Cátulo-, decididos a fundar una peña.
Las peñas eran importantes centros de actividad artística y cultural, pero la mayor parte se encontraba en el centro, sobre la Avenida de Mayo. Castillo se propuso organizar una distinta, intelectual y arrabalera, que apoyara «todo movimiento que tienda al progreso de las artes en el barrio y a la independencia moral y económica del artista». Su nombre, Pacha Camac, significa «genio animador del mundo» o «supremo creador» en lengua incaica y bien representaba el espíritu americanista y nativo que animaba al grupo. Por allí pasaron Roberto Arlt, Alfonsina Storni, el escultor Francisco Reyes, el socialista Alfredo Palacios, Homero Manzi, Sebastián Piana y el propio Cátulo.
Pacha Camac combinaba docencia, polémica y espectáculo. Se dictaban cursos y se exhibían obras; por su auditorio desfilaron puestas teatrales, conferencias y conciertos. Allí se nucleó el grupo de Boedo, de ideas de izquierda y que propugnaba vincularse con el pueblo y en especial con el movimiento obrero. El grupo de Boedo fue el contrincante de los «niños bien del grupo de Florida» y lo integraron escritores y poetas: César Tiempo, Elías Castelnuevo, Álvaro Yunque, Julián Centeya, Raúl González Tuñón, Roberto Arlt y Leónidas Barletta. También los pintores «sociales» Adolfo Bellocq, Guillermo Hebécquer y Abraham Vigo.
En 1938, la comuna compró el predio de la Biarritz para construir el banco. La peña, después de varias mudanzas, cerró en 1957.
DZ/LR
Fuente Redacción Z
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